Lo dijo hace tiempo Francis Ford Coppola: “Woody Allen se sienta, escribe el guión, se levanta y hace la película, y hace una tras otra. Él nunca filmaría un libro de Grisham. Su carrera es la que más respeto me merece. Siempre deseé ser capaz de hacer lo que él hace”.
Hoy todo esto sigue siendo verdad y Allen sigue estrenando año tras año una película que él mismo ha imaginado, construido y conseguido que alguien pague. Es verdad que para esto último hace ya tiempo que ha tenido que mudar de continente, pero por ahora no ha encontrado grandes problemas.
A ese ritmo es normal que el nivel de calidad sea irregular. Es verdad que no ha vuelto a estrenar Manhattan o Annie Hall (es uno de los tópicos más ciertos que como éstas, ninguna) y yo no sé, sinceramente, si es porque no ha querido o porque no ha podido. En cualquier caso, entrar a criticar con malicia una película suya es elevar el nivel de exigencia hasta un punto que nos obligaría a quemar antes de estrenar el 98% del cine actual. Y no estamos para eso.
Suele decirse que las películas de Woody Allen son todas iguales, y nada más falso. Lo que no quita para aceptar la similitud de todas las que podrían enmarcarse en una misma categoría woodyalleniana, de las que para mí existen cuatro a lo largo de toda su obra. A saber, “la trama al servicio del guión” (a su vez dividido en versión ligera, Sucedió en Manhattan, y profunda, Match Point); “el guión al servicio de la trama” (aquí tendríamos, por ejemplo, desde el primer Allen de Coge el dinero y corre hasta su cima, con la pareja citada más arriba); “el todo al servicio de una idea” (La rosa púrpura de El Cairo); y la, para mí, más floja por su innegable punto pretencioso (y la más querida por el esnobismo pedantón, claro), que podríamos llamar “búsqueda del equilibrio” (Interiores, Otra mujer).
Estas cuatro categorías que, con los salpicones forzados por las sensatas peticiones de los productores, pueden formar una clara evolución del cine de Woody Allen en mi opinión quedan cerradas en 2005, con el estreno de Match Point, cuando deja claro (al público y a él mismo) que es capaz de dominar todas las categorías que antes he descrito. Desde entonces nada ha sido nuevo.
Allen es, pues, un cineasta que se hace a sí mismo y a sí mismo se pone los retos. Él no sale a conquistar géneros a lo Billy Wilder o Howard Hawks. Él, por inventar, inventa hasta los retos a conseguir y eso es quizá lo que hace de él un tipo único y raro. El tipo al que envidia la industria entera, como reconocía Coppola. El tipo, en fin, que acertadamente dijo: “Yo no estudio ni estudié en una escuela de cine. Las escuelas de cine me estudian a mi”.
PS: Ya otro día hablaré de Midnight in Paris, que es lo que tocaba hoy y me he enrollado con esto…